Atrás habían quedado los sueños de bosques de alamedas y de plátanos orientales, los viñedos y las chacras, y sólo permanecieron las cagadas de las palomas. Tantas y grandes, ni los pericotes pudieron con ellas.
Santiago siempre soñaba con árboles, me dijo el Mapocho enmierdecido y atestado de gaviotas tan lejos del mar. Ya ni el sol de primavera vino a morir un día, me vinieron a avisar.
Los fríos de la otoñada no dejaron cicatrizar las heridas del alma, y las nieves que antes adornaban los cerros y el cielo ahora colmaron las calles de frías gentes que lo sintieron por dentro.
La Virgen del cerro lloró esa mañana.
Un día como cualquier otro, todos se miraron y dijeron: Santiago, ahora sí eres el nuevo extremo.