lunes, 30 de junio de 2008

Crónica de una muerte angustiada


El día que lo iban a matar, Santiago de Nueva Extremadura amaneció como cualquier otro día. Sin sospechar que vendrían tiempos de sistemas de transporte colapsados, de contaminación galopante y esquiva, de delincuencia desbordada y de áreas verdes pavimentadas en nombre del progreso.

Atrás habían quedado los sueños de bosques de alamedas y de plátanos orientales, los viñedos y las chacras, y sólo permanecieron las cagadas de las palomas. Tantas y grandes, ni los pericotes pudieron con ellas.

Santiago siempre soñaba con árboles, me dijo el Mapocho enmierdecido y atestado de gaviotas tan lejos del mar. Ya ni el sol de primavera vino a morir un día, me vinieron a avisar.

Los fríos de la otoñada no dejaron cicatrizar las heridas del alma, y las nieves que antes adornaban los cerros y el cielo ahora colmaron las calles de frías gentes que lo sintieron por dentro.

La Virgen del cerro lloró esa mañana.

Un día como cualquier otro, todos se miraron y dijeron: Santiago, ahora sí eres el nuevo extremo.