sábado, 30 de mayo de 2009

Toda la Familia. ¿Toda? ¡Toda!


“Con las herramientas digitales de procesamiento de imágenes de hoy todo es posible”, le había dicho a César. “¿Todo?”, preguntó. “Sí, todo”, afirmé. Maldita la hora. Pero en toda familia hay siempre uno que da las órdenes a nivel de clan, y ese era César. “Bueno, no se hable más”, me dijo. “Aquí tienes los álbumes, las cintas de video, las diapositivas… Todo. Tienes tres semanas.”

En toda familia siempre hay uno que se las da de choro, y ese, para mala cueva, era yo. Y en toda familia hay grandes cagadas de las que nadie habla, y ésos éramos todos.

La abuela cumplía 90 años, y de regalo le prepararíamos una gran fotografía familiar en que estuviera toda (y quiero decir toda) la familia: 5 hijos, 18 nietos, 7 bisnietos y un tataranieto. Todos con sus respectivas parejas. Y por supuesto mi abuelo.

Pero el primer problema que encontré es que en toda familia hay muertos, y en esa categoría caía mi abuelo. No estaba en ninguna parte.

Comencé por elegir 4 retratos familiares en los que cada uno de los comensales aparecía al menos una vez. Dos de ellos eran de navidades y los otros de cumpleaños anteriores de la abuela. Tenían que ser de más o menos la misma época, para que la mezcla quedara realista. Decidí recortar a todos los personajes y volver a componerlos. Atrás, mi abuela y sus hijos, nueras y yernos. Al medio, los nietos y sus parejas; y adelante, los bisnietos y demases. Como fondo, elegí una vista frontal de la casona de Tejas Verdes, cuya ancha escalera de acceso era el lugar ideal para utilizar como referencia al componer las imágenes en distintos niveles.

Me encontré, por cierto, con otros problemas. Uno de ellos, la exquisita abundancia de pololos de mi prima Lorena. En toda familia hay una preciosura, y en este caso esa es ella. No pude encontrar ni dos fotos de eventos diferentes en que saliera con el mismo gandul. Lo peor es que quien finalmente se convirtió en su marido, el Maicena, ni siquiera es el padre de la guagua de la que aparece notablemente embarazada en la más reciente de las fotografías.

Adelgacé con cuidado a Lorena y reconstituí la cintura que volvía locos a todos los candidatos. (Incluso a mí, debo confesar.) Se veía preciosa. Del Maicena tampoco tenía registros. Todo lo que encontré fue una foto suya de medio lado, arrodillado en la iglesia el día que se casó con Lorena. En el gran retrato compuesto, mirando hacia el techo se veía como un imbécil.

De la Marcelita, por otra parte, tenía fotos de ella antes de las operaciones y de después. En toda familia hay una que no sabe qué hacer con la plata que el marido produce, y en la nuestra esa es la Marcelita. Por la posición y por quienes la rodeaban, la que más me servía era justamente una foto antigua. Cuidadosamente le agrandé las pechugas y le arreglé la nariz. Quedó mucho mejor que como la dejó el cirujano.

En toda familia hay “expatriados” y algunas de las fotos contenían personajes que ya no estaban vigentes. Los espacios de los ex maridos de dos de mis tías me sirvieron para ubicar en su lugar a tres esposas de primos.

En toda familia también hay un viejo verde. Mi tío Claudio aparecía en todas las fotos tocándole el poto a alguna de mis primas. Lo dejé tal cual, pero hice aparecer su mano, por primera vez, agarrándose el paquete. Me pareció más natural.

Y en toda familia hay un care’raja. El tío Alfredo, siempre pidiendo plata prestada sin devolverla ni por casualidad. En la fotografía le di vuelta los bolsillos hacia afuera y le puse una mano adelante y la otra atrás.

Me divertía, debo decirlo, con esta misión que me habían encomendado. No sé cuántas horas me tomó el trabajo, pero todos, absolutamente todos, estaban finalmente allí de alguna forma.

El único problema pendiente era la imagen de mi abuelo. Logré hallar un retrato suyo de hacía como veinte años, poco antes de morir. Vestía su traje de gala y lucía señero apoyando su mano derecha sobre el pasamano de la escalera. Recorté su imagen y le apliqué una transparencia de 50%. Lo puse detrás de mi abuela, directamente a la izquierda, haciendo coincidir su mano sobre el hombro de ella. Mi abuelo jamás sonreía, pero en esa fotografía, por alguna razón que no se debió a efectos digitales que yo aplicara, tenía una expresión de cierta felicidad.

Quedé satisfecho. César y los demás también. Excepto Alfredo, pero César le dijo que como no había pagado la cuota no tenía nada que alegar.

El día que le entregamos a la abuela el retrato, todos lloraron a moco tendido. El efecto de transparencia de la imagen de mi abuelo fue el toque que nadie se esperaba. El Maicena, sin embargo, se acercó a preguntarme por qué lo había puesto en esa pose de huevón. “Maicena”, le dije, “en toda familia hay un huevón, y en esta eres tú”.

Me dio un solo combo y me dejó tirado en el piso. Pero cuando me puse de pie y volví a mirar el retrato, me vi en él cargando al hijo de Lorena, y pensé que tal vez algún día, cuando todos ya se hayan olvidado de aquella gran cagada, algún nieto cariñoso haga un retrato de familia, y dibuje mi imagen semi transparente con mi mano apoyada sobre el hombro de Lorena.


Nota al pie: Este cuento fue escrito en enero de 2004 y es inédito. Y aclaro desde ya para los no iniciados que, tal como dice el Maestro Marco Antonio de la Parra, cualquier historia, anécdota, experiencia, ya sea personal o ajena, una vez puesta en papel, es ficción. Lo aclaro para que no vaya a pensar algún despistado que cometí incesto con una prima :-)

sábado, 23 de mayo de 2009

Ese momento Kodak


Ojalá estuvieras aquí. Digo, acompañándome a recibir este premio. De alguna manera esta fotografía la hiciste más tú que yo. Qué mala organización, por dios. Nos han hecho pasar a este pequeño salón donde están todos los trabajos expuestos, colgados uno al lado del otro como en un pobre installment improvisado por personas que no saben nada de fotografía para público que tampoco sabe nada de fotografía. En la puerta veo al gerente de marketing de Kodak, tratando de alzarse en puntillas para ver si por fin llega la presidenta del jurado y esto puede comenzar de una vez. Es un hombre de estatura baja, no sólo física, tú me entiendes. Su comentario al conocerme fue, simplemente: “me encantó tu foto”. ¿Qué otra cosa podía decir? Aunque hubiera podido esperar que un gerente de la Kodak supiera algo más de fotografía.

Nos han servido unos canapés para aliviar la espera. Yo no he comido nada pues cada vez que se acerca el mozo tengo un cigarrillo encendido en la mano. Muchos hacen lo mismo. El humo me rodea por completo y escasamente puedo ver más allá de mis narices, casi como la neblina temprana de aquella mañana en Maitencillo. Hoy harás la mejor fotografía de tu vida, me dijiste. Yo me reí. Sólo quería captar un acercamiento de una gaviota en vuelo pasando sobre mi cabeza, y dudaba de que aquella llegase a ser una fotografía muy especial.

Pero tú sabías convertir hasta lo más trivial en algo de infinitas aristas. Ojalá estuvieras aquí. Disiparías este humo como lo hiciste con la niebla de aquella mañana. Saliste de la cabaña, miraste al cielo, alzaste los brazos y gritaste “agua que no eres agua, baja hasta el mar que te vio nacer o vete a los cielos que te han de beber”. Y en cuestión de minutos, o quizás de horas, pues una tiende a idealizar algunas cosas, el sol comenzó a brillar, las gaviotas y los pelícanos a volar y pronto ya hubo demasiado calor en la cabaña para que estuviéramos a gusto los dos. O tal vez era por cómo hacíamos el amor.

Ojalá estuvieras aquí, por el premio me refiero. No vayas a pensar que es porque te extraño. Debes encontrar primero el ángulo, dijiste. Buscamos entre los roqueríos salpicantes un lugar favorable para que se acercaran las aves sin asustarse por nuestra presencia. Debía ser una foto desde abajo hacia arriba, dijiste. Por entre las junturas de los peñones subían verdaderos géiseres de agua marina… y te mojaste, y nos reímos.

Te escondiste para vigilar y avisarme el paso de las aves. Dijiste que yo saliera de repente, a tu señal, y tomara una sola foto. Debe ser una sola, insistías. El momento se captura y punto. Un fotógrafo con talento no usa el motor ni hace varias tomas para elegir la mejor.

Era difícil enfocar con el cielo vacío. Tomé como punto de referencia una roca que estaba cerca de mí, estimando la distancia a la que saldría la gaviota. Esperamos tanto… Y mientras lo hacía te recordaba besándome, recorriéndome entera con tu boca maravillosa, mientras tus manos me asían y me hacían sentir que mi presencia te era necesaria y vital. “Eres imprescindible, como la poesía”, me dijiste, y luego agregaste “pero no sabría decir para qué”. Pasaron años antes de que descubriera que esa era una frase de Jean Cocteau. Pasaron siglos antes de que me diera cuenta de que todo fue un sueño, una fotografía, un momento Kodak, que no se repetiría nunca.

De pronto, mientras soñaba despierta contigo, escuché tu ¡ahora! lejano y suave proveniente de tu escondite. Apunté hacia el cielo, hacia detrás de ese peñón por el cual aparecería mi gaviota. Vi algo que se movía, y disparé. Una sola vez, por supuesto. Supongo que quería considerarme a mí misma una fotógrafa con talento.

Bajé el lente y sólo entonces te vi, volando como suspendido en el cielo en un instante eterno, con los brazos abiertos y las piernas flectadas. Te habías convertido tú en el ave que tardó demasiado en pasar. Te habías convertido en una gaviota, sólo para mí.

Corrí al borde del roquerío a buscarte. Las olas espumosas seguían golpeando y fue el turno de que los géiseres me mojaran. Sólo vi que me sonreías. Tu cabeza sangraba y la espuma se teñía rojiza como el horizonte durante el ocaso del día anterior. No sé cuánto tiempo pasó hasta que te hundiste definitivamente. Sólo recuerdo que gritaba implorando que alguien me ayudara a sacarte de allí. Pero las gaviotas y las olas pasaron todas al mismo tiempo, y de pronto mis ojos se mojaron, y dejé de estar allí.

Por fin ha llegado esa ridícula presidenta del jurado. ¿Me irá también a decir, simplemente, “que linda tu foto”?


Nota al pie: Este cuento fue escrito en mayo de 2004 y obtuvo el 2º premio en el concurso de cuentos de LAN de 2005. Como se puede apreciar, está narrado en primera persona femenina. Es primera vez que escribía así, y el cuento tiene su origen en una historia bien entretenida, pero da para otra nota yo cacho. El premio fue un fin de semana en Buenos Aires para dos personas.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Igor Saavedra - Injeniero con J de Justo, de Jugado y de Jenio


En 1981 cursaba 4º Medio y tenía bastante claras dos cosas: no sería abogado, y no sería médico. Y aun más claro tenía que sería ingeniero.

La pregunta era si en la UCh o en la PUC. En mi familia, por tradición, todos eran chunchos. Mis compañeros del 4º matemático del colegio, en cambio, en su mayoría, se inclinaban por la PUC. “Allí hay pura gente como uno”, me decían.

La verdad yo no sabía muy bien qué significaba “gente como uno”. Toda la gente que conocía hasta entonces tenía, en general, dos brazos, dos piernas, una cabeza y un torso. Y yo también. Así que esto de “no ser como uno” me sonaba a algún tipo de malformación congénita generalizada fuera del protegido círculo en que me había desenvuelto durante mi tierna infancia.

Las medallas de cada una de las casas de estudio eran claras. La decisión era difícil.

Así que para salir del intríngulis ideé el siguiente plan: asistiría como oyente a una clase de primer año de ingeniería en la UCh, y a otra en la PUC. Beauchef y San Joaquín, side by side.

Fui primero entonces a una clase del recientemente galardonado con el Premio Nacional de Ciencias, Dr. Igor Saavedra, de su curso de primer año llamado “Introducción a la Física”.

Al terminar la clase comprendí que no era ya necesario hacer la visita a San Joaquín.

De este hombre, de quien por fortuna al año siguiente fui alumno, y posteriormente su ayudante, aprendí muchas cosas que en principio parecían triviales, pero resultaron a la postre ser lecciones de vida.

En una ocasión de tantas en que lo visité en su oficina, cuya puerta estaba siempre abierta a los estudiantes, lo sorprendí concentrado frente a su pizarra negra rayada profusamente con tiza blanca. Miraba absorto una ecuación. No me atreví a interrumpirlo. Me quedé algunos minutos esperando que terminara de hacer lo que fuera que estuviera haciendo.

Pronto percibió que alguien estaba allí, se dio vuelta y me saludó cortésmente. Le pregunté qué ecuación era esa. Me respondió:

–Es la ecuación de la felicidad –y sonrió.

Lamentablemente no la copié. Tampoco se usaba en aquellos años andar con celulares que toman fotos. Sólo recuerdo que era una ecuación diferencial de segundo orden. (En cristiano, la ecuación de un resorte con amortiguador, tal como en la rueda de un auto.)

Me preguntó en qué podía ayudarme. Le conté que hacía tiempo tenía ganas de escribir un libro que invitara a los jóvenes a estudiar física. Un libro sin las matemáticas de nivel universitario, sino simplemente invitarlos a pensar, a razonar, a deducir, y a descubrir el mundo que nos rodea tal como lo hicieran los antiguos griegos, que no utilizaban ni el cero.

Me ofreció prestarme uno de sus libros. “Física Recreativa”, escrito en 1936 por un científico ruso. Podía servirme para obtener ideas.

Demás está decir que jamás escribí ese texto. Se iba a llamar “Tentación a la Física”. (También está demás confesar que jamás le devolví su libro.)

Sin embargo, en 2001 don Igor me honró asistiendo al lanzamiento del que sí fue mi primer libro. Por supuesto nada relacionado con la física, sino con el banal humor costumbrista de las aventuras de un cliens chilensis.

Recuerdo que dije en esa ocasión algo así como: “Debo agradecer la presencia esta noche de mi querido profesor el Dr. Saavedra, quien esperaba de mí que fuese el próximo Heisenberg, y yo le terminé saliendo con este libro.”

Esa noche mi Sra. Madre conoció por fin a don Igor. Ella le dijo “pasé 6 años de mi vida escuchando hablar de Ud.”. Mi Sra. Esposa, que paraba la oreja por ahí cerca, no tardó en sumarse: “Y yo llevo 12.”

Don Igor simplemente sonrió.

Al terminar aquella velada, recordé camino a casa aquél libro hurtado sin remordimientos. Mi señora me dijo: “¡Pero tienes que devolvérselo!”

Esta noche, unos pocos de los que fuimos sus colaboradores, lo visitamos. Nos invitó a tomar once y terminamos compartiendo con él un escocés, codo a codo. Casi como las cervezas que algunos revoltosos salíamos a tomarnos en la esquina después de las pruebas de mecánica.

Le recordé a don Igor aquel libro robado, y que una vez más no se lo había traído. Rio largamente, me extendió su mano y apretó la mía diciendo: “El libro es ahora oficialmente suyo.”

En el país profundamente escindido de los '80, don Igor era catalogado como “rojo” por la dictadura y como “amarillo” por la resistencia. Era difícil en aquellos años encontrar a gente que comprendiera que había más en el mundo que las izquierdas y derechas. Solía decir, parafraseando a Einstein:

–La izquierda y la derecha son conceptos relativos. Basta con que se gire en 180° para que lo que es izquierda se convierta en derecha, y viceversa. Encasillar de por sí es absurdo, pero si hay que hacerlo, la única forma razonable sería dividir al país entre los que quieren que Chile vaya para arriba, y los que quieren que vaya para abajo. Y nuestro arriba, el arriba de Chile, no es el mismo arriba que el de los países desarrollados, que están en el otro hemisferio. Eso es evidente a partir de la manzana de Newton. Han convertido a Chile en un país “en vías de subdesarrollo”, y se los hemos permitido.

Y a pesar de sus jinetas, a don Igor tampoco le fue ajeno un cierto desdén de algunos de sus pares dentro de la intelligentsia. Muy Premio Nacional de Ciencias sería pero llegaba a clases “a capella”, sin ningún tipo de apuntes ¡Horror! Y además cometía el imperdonable pecado de pretender enseñar a sus alumnos a pensar, en vez de simplemente a aprender.

No es de conocimiento público, pero el mundo de la farándula es una alpargata al lado de los egos y divas del mundo intelectual.

Don Igor no tuvo hijos. Fue hijo único y tampoco tuvo sobrinos. Pero sembró en muchos de nosotros su semilla, la opción de un Chile regido por la meritocracia asistémica; es decir, el conocimiento, la ciencia y la técnica al servicio del hombre, de la sociedad y de “nuestro arriba”, más allá de los colores y sabores políticos o religiosos, y por supuesto más allá de los signos de los tiempos.

Los cuatro que llegamos esta noche salimos de allí sobrecogidos. Don Igor, nuestro maestro, nos recordaba a todos y cada uno. Y él era el mismo de siempre. Deslumbrando, encantando, haciéndonos pensar… y sin apuntes.

Y uno puede no recordar las ecuaciones. Pero eso de pensar… No se olvida.

Muchas gracias, Maestro.