miércoles, 26 de agosto de 2009

La versatilidad de nuestra lengua


La lengua castellana (o española) es probablemente la más fonémicamente consistente de todas. Es decir, las palabras se leen tal y como se escriben, sin depender de su contexto (como en inglés) y sin el abuso de grafemas que no se pronuncian (como en francés). Esto permite que aprender español, tanto para los nativos como para los que no lo han hablado jamás, sea más fácil, comparativamente hablando, que otros idiomas.

Y tal vez por ello mismo resulta particularmente interesante el castellano para hacer juegos de palabras. Notables divertimentos son por ejemplo los siguientes, elegidos entre muchos que recopilado a lo largo de los años:
  1. ¿Por qué todo junto se escribe separado y separado se escribe todo junto?
  2. ¿Por qué se dice desabrido y no desabierto?
  3. ¿Por qué se dice "yo conjugo" un verbo y no "yo conjuego"?
  4. Huevo se escribe con H pero generalmente se escribe con G.
  5. ¿Qué sería el tiempo sin ti? Pues simplemente... empo.
  6. A los que matan el tiempo... ¿no les encarcelan?
  7. -Qué te molesta más, ¿la ignorancia o la indiferencia? -No lo sé ni me importa.
  8. El cuento más corto: "Había una vez truz."
  9. ¿Lo contrario de bienaventurado sería malamilanado?
  10. ¿Un terminal es lo opuesto de un comensal?
  11. ¿Los cardenales comerán ensalada de papas?
  12. ¿Los rabinos comerán ensalada de judías?
  13. ¿Los imanes comerán ensaladas ricas en hierro?
Esta otra pieza que encontré en la red refleja sabrosamente la riqueza y multiplicidad de adjetivos del castellano.

Epítetos, adjetivos y motes

Un político, que estaba en plena campaña, llegó a un pueblo del interior, se paró arriba de un cajón y comenzó su discurso:

-¡Compatriotas, compañeros, amigos! Nos encontramos aquí convocados, reunidos o arrejuntados, para debatir, tratar o discutir un tópico, tema o asunto trascendente, importante o de vida o muerte. El tópico, tema o asunto que hoy nos convoca, reúne o arrejunta, es mi postulación, aspiración o candidatura a la Alcaldía de este municipio.

De pronto una persona del público interrumpe, pide la palabra y le pregunta al candidato:

-¿Por qué utiliza usted tres palabras para decir lo mismo?

-Pues mire, caballero: la primera palabra es para las personas con un nivel cultural muy alto, como poetas, escritores, filósofos, etc. La segunda es para personas con un nivel cultural medio, como usted y la mayoría de los que están aquí hoy. Y la tercera palabra es para las personas que tienen un nivel cultural bajo como por ejemplo, ese borracho que está allí, tirado en la esquina.

De inmediato, el borracho, se levanta y le dice:

-Postulante, aspirante o candidato... (Hic). El hecho, circunstancia o razón de que me encuentre en un estado etílico, borracho o en pedo... (Hic) no implica, significa, o quiere decir, que mi nivel cultural sea ínfimo, bajo o jodido. (Hic). Y con todo el respeto, estima o cariño que usted se merece (hic), puede ir agrupando, reuniendo o arrejuntando... (Hic), sus bártulos, efectos o cachivaches, (hic) y encaminarse, dirigirse o irse, derechito: a la progenitora de sus días, a la madre que lo llevó en su seno, o a la puta que lo parió.

miércoles, 29 de julio de 2009

Good luck, Mr. Gorsky



Hace 40 años Neil Armstrong fue el primer hombre en poner pie en la luna. Cuando lo hizo, dijo aquella famosa frase One small step for man, one giant leap for mankind” (Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad).
Pero no sólo dijo eso, sino que varios comentarios más, así como diálogos entre él, los otros astronautas, y la sala de control de la misión en Houston. El módulo lunar estuvo más de 20 horas posado en suelo selenita, y Armstrong y Aldrin más de dos horas y media caminando fuera del módulo. Durante todo ese tiempo las conversaciones fueron grabadas.
Una de las cosas que Armstrong dijo, y que pasó prácticamente inadvertida hasta los primeros análisis de las transcripciones del audio, fue el enigmático comentario “Good luck, Mr. Gorsky” (Buena suerte, señor Gorsky), que dijo poco antes de subir al módulo para preparar el regreso.
Casi todos en la NASA pensaron que era un comentario casual relativo a algún cosmonauta soviético con el que Armstrong tenía alguna rivalidad personal. Pero luego de revisiones exhaustivas no encontraron ningún Gorsky en los programas espaciales ruso o norteamericano.
En el curso de los años mucha gente le preguntó a Armstrong qué había querido decir con ese “Good luck, Mr. Gorsky”, pero Armstrong simplemente sonreía, sin contestar.
El 20 de julio de 2009, en el cuadragésimo aniversario de ese hecho histórico, y mientras respondía algunas preguntas luego de un acto conmemorativo al que fue invitado, un periodista trajo una vez más a colación esa cuestión de 40 años de antigüedad. Esta vez Armstrong finalmente decidió develar el misterio. Mr. Gorsky había muerto hace ya tiempo, por lo que sintió que ya era momento de hacerlo.
Contó que cuando él era niño, solía jugar baseball en el patio trasero de su casa con un amigo. En cierta oportunidad, su amigo bateó una bola muy larga que cayó justo frente a la ventana del dormitorio de sus vecinos, Mr. & Mrs. Gorsky.
Cuando se agachaba a recoger la pelota, el joven Armstrong escuchó a la Sra. Gorsky gritándole a su marido: “¿Sexo oral? ¿Sexo oral, te gustaría? ¡Tendrás sexo oral cuando el niño de la casa del lado ponga un pie en la luna!”

Nota al pie: Esta leyenda urbana ha sido desmentida múltiples veces por la NASA y por Armstrong mismo, pero no por ello deja de ser sencillamente genial. Se le atribuye al comediante norteamericano Buddy Hackett.

viernes, 24 de julio de 2009

Compro tiempo: Pago contado


Y pago lo que sea.

Me levanto a las seis y media para llegar temprano a la oficina y en lo posible capearme el taco de la entrada a los colegios. He pensado hasta en dejarme barba con el solo fin de ganar diez minutos más de sueño al alba por no tener que afeitarme.

Cuando el diario llega temprano, alcanzo apenas a leer los titulares y el chiste de Jimmy Scott. En invierno rara vez llega a tiempo, por lo que ilusamente espero poder darle una ojeada después, “cuando vuelva”. He pensado en llevármelo a la oficina, pero dudo que sería bien visto pasarse la primera media hora del día leyendo el diario.

Paso en promedio dos horas y media al día manejando en la capital de la copia feliz del edén. Como buena copia “a la chilena”, no quedó tan paradisíaco el paraje urbano, y debo lidiar con los choferes de micro que creen que porque ganaron la licitación tienen derecho exclusivo, o al menos preferente, sobre las vías. O bien con los despistados de siempre, que en los cruces con más taco tratan de pasar igual a sabiendas de que no caben, y quedan detenidos en el medio de la intersección. Luego se hacen los giles ante los bocinazos y los saludos a su progenitora que les envían desde los vehículos circundantes.

Ni hablar de ir a almorzar a la casa. Apenas me trago un menú en algún restaurante de comida rápida. Primer factor de riesgo. De cuando en cuando me toca un almuerzo con algún cliente regalón, con el cual hay que “mantener la relación”. De regreso en la oficina la realidad ineludible es que la pega hay que hacerla igual, y no me puedo ir hasta que esté hecha.

Me apuro para llegar puntualmente a otra reunión, esta vez inter-áreas, donde como es su costumbre un par de los comensales importantes llega tarde poniendo cara de “¡uf, que harta pega!”, y moviendo la cabeza en un gesto que supone excusar la falta de respeto por sus compañeros de trabajo. Allí queda mi intención de lograr irme alguna vez a la hora, pues no alcanzaré a terminar temprano la presentación que solicitó la gerencia. El estrés: segundo factor de riesgo.

De regreso a casa pienso en los males de la vida moderna. Me doy cuenta de que mi sedentarismo es extremo: el único ejercicio físico que hago es pasar los cambios del auto. Tercer factor de riesgo. A este paso voy directo al infarto a los 40.

Con suerte llego a la casa a las ocho y media. Los niños ya están en piyama y toda mi interacción con ellos un día de semana consiste en leerles 10 páginas de Papelucho antes de que los venza el sueño.

Para qué voy a leer el diario entonces si ya están comenzando las noticias. Ceno con calma por fin mientras me entero del devenir del mundo moderno. Escasamente este barniz de globalización me deja con una sensación de tranquilidad. Mi esposa, agotada con el trabajo que le han dado los niños, se duerme en cuestión de minutos. Creo que cuando más hablo con ella es cuando logro llamarla desde la oficina a mediodía.

Llega el sábado e ilusamente pretendo darle un vistazo a los reportajes del diario de la semana, que supongo acumulados en algún lugar. Pero mi señora ya ha hecho uso de ellos para limpiar los vidrios, recortar tareas de los niños o deshacerse de ellos porque ocupan mucho espacio. Total, nunca los lees, me dice.

Calculo, a la rápida, que esta semana apenas aproveché a mi familia por 5 horas. Claro, tengo el fin de semana por delante, ¿pero no sería mejor poder trabajar nine-to-five, como lo hacen los gringos? ¿Cómo se las arreglan los gringos para ser eficientes, desarrollados y además tener una mejor calidad de vida? ¿Sería cosa de menos cafecitos a las once, menos puchitos sociales, mayor puntualidad y formalidad en los compromisos? ¿Sería cosa de abandonar la burocracia, no de modernizar sólo el Estado sino la Nación completa? ¿De copiar, pero bien, las soluciones que funcionan?

Cuando uno es joven, tiene energía y tiene tiempo, pero no tiene plata. Cuando es adulto, aún tiene energía y tiene plata, pero no tiene tiempo. Cuando viejo, tiene tiempo y tiene plata, pero ya no tiene energía. En lo personal, y con tanto factor de riesgo en mi vida, aceptaría gustoso ganar menos a cambio de tener más tiempo. Pero creo, lamentándolo, que siempre habría alguien dispuesto a ocupar el mismo cargo “tiempo completo”.

Yo no tengo la respuesta. Sólo la apremiante pregunta. ¿Cuánto vale el tiempo, y dónde lo venden? Pago lo que sea.


Nota al pie: Esta columna fue publicada en El Mercurio en 2001, bajo el seudónimo de Ramiro Senderos. Me acordé de ella hace poco y no pude sino reconocer su vigencia. La comparto con mucho gusto, no me extrañaría que más de alguien se sienta interpretado.

sábado, 18 de julio de 2009

El Vendedor de Zapatillas


Cuentan que cierto vendedor de zapatillas, acostumbrado a pasar largas jornadas fuera de casa vendiendo su mercadería, era cliente asiduo de ciertos locales en que señoritas brindan servicios de esparcimiento.

Luego de dos meses seguidos deambulando por las zapaterías de un pueblo del sur, y como andaba con el Kino bastante acumulado, decidió darse un relax y apersonarse en un local que le habían particularmente recomendado.

Sin embargo, revisando sus bolsillos constató, muy a su pesar, que la venta había estado muy mala, probablemente por la situación del país, y que no tenía un solo peso para darse el gusto. Sólo contaba a su haber con un par de zapatillas de muestra que traía en su maletín de vendedor viajero. Su angustia era tan aguda que de todas formas decidió intentar hacer un trueque y solicitar a la casera los servicios de alguna de las niñas. No hubo caso. Al decir de la casera, un par de zapatillas eran demasiado poca paga y apenas costeaban el uso del local.

Apesadumbrado, el hombre se quedó afuera toda la noche, sentado en la vereda, contentándose con escuchar la música y uno que otro gemido sibilante que provenían de alguna ventana del recinto.

A eso de las seis de la mañana, una de las muchachas que ya había hecho noche salió del local. Al verlo tan contrito y a mal traer, se compadeció de él y le preguntó qué le pasaba. Él le explicó su situación, y al notarla a ella conmovida le pidió de paso sus favores a cambio de ese hermoso par de zapatillas que traía en el maletín.

—Ya, pues mijita, compadézcase de este pobre asalariado que lleva dos meses sin cambiarle el agua al pescado.

—Mira, me caíste bien, así es que te voy a hacer el favor. Pero por un par de zapatillas lo único que puedo darte es “indio muerto”.

—No hay problema, mijita. Lo que sea su voluntad, y no la defraudaré. Es más, le garantizo que conmigo tendrá una experiencia espectacular, porque para esto del sexo soy realmente tremendo.

La muchacha tomó las zapatillas y llevó al hombre a su casa, que quedaba por ahí cerca. Lo hizo pasar, se sacó la ropita y sin mayor trámite se tendió de espaldas en la cama y puso sus manos detrás de la cabeza. El vendedor se sacó sus pilchas también, feliz de haber por fin conseguido su objetivo.

Comenzó a besarla por todos lados, ansioso y excitado, pero ella realmente estaba haciendo indio muerto, por lo que no manifestaba reacción alguna. Herido en su orgullo, el hombre comenzó a practicar sus más delicadas y secretas caricias amatorias, sin obtener resultado. Finalmente, y muy decepcionado, apartó las piernas de ella para proceder a usar de lleno el último recurso que le quedaba.

Con mucho empeño le hizo los puntos, pero aún así la muchacha no reaccionaba. Se limitaba simplemente a mirar el techo y hasta se dio el lujo de prender un cigarrillo.

En eso, cuando ya estaba por rendirse, percibió que ella movía una de sus piernas levemente, luego más, y más, y luego la otra pierna, hasta que sintió por fin que sus esfuerzos se estaban viendo recompensados y lograba hacerla experimentar algo espectacular, como le había prometido, y a pesar del indio muerto.

Ya a punto de acabar la jornada, y más hinchado que pato de silabario, le dijo:

—¿No le dije, mijita, que yo era tremendo para esta cuestión del sexo?

A lo que ella respondió:

—Sale, jetón, si sólo me estoy probando las zapatillas...

viernes, 3 de julio de 2009

Oye... ¿Y de dónde viene tu apellido?


Es la típica pregunta que le hacen a todo Seisdedos unos cuantos centenares de veces en la vida. “¿De verdad quieres saberlo?”, suele ser mi respuesta, con cierta entonación de complicidad. Normalmente me miran con sorpresa, y agregan “¿Por qué? ¿Es un secreto muy bien guardado?”

—¡Para nada! —respondo—. Es que hay una versión corta y una versión larga. ¿Quieres la corta o la larga?

—Primero la corta.

—Ah, no poh viejito. Si pides la corta te quedas con la corta. No vale después ir por la larga.

—Okey, entonces ¡dame la larga, pues!

Y el 90% de los que preguntan prefiere la larga. Así que para facilitar la respuesta a todos los Seisdedos que de vez en cuando somos inquiridos sobre el particular, pues aquí va...

La larga

La Reina Isabel de Castilla y León, más conocida como Isabel la Católica, no empeñó las joyas de la corona a espaldas de Fernando de Aragón y Castilla, como cuenta la leyenda. No hizo nada de eso y Colón se las tuvo que arreglar de otra forma. Sin embargo, sí llevó adelante una interesante iniciativa para la normalización de las denominaciones y el mantenimiento de la tradición familiar de la clase media española.

A fines del siglo XV, saliendo de la Baja Edad Media, los apellidos patronímicos (los derivados del nombre) eran los más comunes en casi todas las culturas. En la lengua castellana se usaba la terminación ez para señalar “hijo de”, por ejemplo González es “hijo de Gonzalo”.

El Cid Campeador se llamaba Rodrigo Díaz, hijo de Diego Laínez, quien a su vez era hijo de Laín Núñez, etc.

Para el mismo objetivo en las culturas sajonas y nórdicas se usaba el sufijo son (Johnson), en las rusas el ov (Gorbachov) y el evich (Nicolaievich), en las eslavas el (Jozić); y en otras los prefijos como Mc (McDonalds) y O' (O'Brien) en escoceses e irlandeses, o bin de los árabes (bin Laden) y Ben de los judíos (Bendavid). En Portugal se usaba el sufijo es (Ramires).

Este enfoque era muy entretenido pero... se heredaban los nombres, no los apellidos. Así que Isabel la Católica decidió poner un poco de orden en el asunto, y a cada familia le dio la oportunidad de elegir qué apellido quería transmitir a sus nuevas generaciones.

Y así, cada familia eligió. Algunos gustaron de su nombre patronímico de entonces, típicamente asociado a una cierta posición social que se deseaba salvaguardar. De allí viene aquello de “que no se pierda el apellido”, como en “Yo soy de los Fernández, pero los de Curicó, poshóm”. Así como para decir “yo no soy un aparecido, tengo mi pedigrí, pueh”.

Otros prefirieron más bien una denominación toponímica (del lugar en que vivían) como por ejemplo: Santander, Madrid, Serrano, Zamorano, Aranda, Del Campo, De la Vega, etc.

Otros, más emprendedores, eligieron apoyar su negocio y optaron por el oficio que desempeñaban: Zapatero, Alcalde, Herrero, Labrador, Alférez, Sastre, Verdugo, etc.

Y hubo algunos, por último, que optaron por una característica física que los distinguía: Barriga, Cabezón, Calvo, Delgado, Moreno, Negrete, Rubio, etc.

Y en este último grupito estaban los de la familia con seis dedos, originarios de un pequeño pueblo de Castilla ubicado en la frontera con Portugal llamado Fermoselle (“La Hermosa”), en la comarca de Sayago de la provincia de Zamora, España. Y cuando digo pequeño no exagero. Su población actual es de 1.500 habitantes y tiene escasos 70 km2 de superficie.

Los de la familia con seis dedos no tenían ninguna alcurnia patronímica que perpetuar pues eran de extracción social más bien media. Basta ver el escudo de armas familiar, que es más simple que caldo de hospital.

Tampoco querían ser llamados “Zamorano”, como sus demás vecinos de la provincia; y no tenían algún oficio en el cual fuesen particularmente diestros o muy reconocidos (eran más bien buenos pa'ná y buenos pa'tóo).

Pero había algo por lo que eran inconfundibles: tenían seis dedos. Esta curiosidad se da normalmente en 1 de cada 500 nacidos vivos, y no se sabe a ciencia cierta por qué era más frecuente en los habitantes de esa zona.

Se dice, sin embargo, que la causa habría sido un granseñor y rajadiablos medieval de seis dedos, de origen italiano, iniciado en el arte de las armas, mercenario, y que era más malo que pegarle a la mamá. Este hombre habría pasado una temporada relativamente extensa en Fermoselle, quizás aplicando el lus primae noctis, y dejó vasta descendencia. Solía batirse a duelo por cuestiones de faldas y murió en su lid.

Pocos años más tarde, como casi todos en el pueblo eran de alguna forma parientes, el sexto dedo se comenzó a hacer común por el potenciamiento del gen que lo produce. Esto se conoce como el efecto fundador.

Los oriundos de Fermoselle son conocidos por su carácter aventurero originado en un gran espíritu de lucha y de superación. Existen registros de fermosellanos por el mundo desde el siglo XVI a la fecha. También es posible que como el pueblo es tan pequeño, los que nacen no caben y se vean obligados a irse.

Pero el hecho es que como buenos fermosellanos, los Seisdedos se diseminaron (e inseminaron, debo decir) por todo el mundo.

Por allí por comienzos del siglo XX llegaron a Chile dos ramas de la familia: los Seisdedos de las manos y los Seisdedos de los pies. Pero no lo hicieron juntos. La verdad es que no se podían ver, por un tema de antigua data. Los Seisdedos (de las manos) decían que los Seisdedos (de los pies) no debían llamarse propiamente así, puesto que las extremidades de los pies no se llaman dedos, sino ortejos. Se dice que habría incluso llegado sangre al río Tormes por este asunto.

Cuenta la tradición familiar que los dos lados de la disputa intentaron zanjar el caso ante la mismísima Reina Isabel la Católica, pero ésta mandó decir con un cortesano que no estaba para definir asuntos familiares, y menos de fenómenos de circo.

Diversos líderes de ambas ramas quisieron componer la cosa muchas veces mediante, como era usual en aquella época, arreglar matrimonios entrambas con la esperanza de que de ahí en adelante a nadie le importara dónde cresta estaba ubicado el sexto dedo.

Pero las palabras de la Reina acerca de ser fenómenos de circo habían calado hondo en las bases y ninguno de los dos bandos quería dar su dedo a torcer.

En lo personal, debo reconocer que siendo de los Seisdedos de los pies, me parece que Seisortejos tiene más glamour. De hecho, en el colegio siempre le aclaraba a mi profesor de inglés que no era sixfingers sino sixtoes, y al de francés que no era sixdoigts sino sixorteils.

Han pasado más de 100 años desde que los Seisdedos de manos y de pies llegaron a Chile. Tal vez ya sea hora de que terminemos con esta consuetudinaria diferencia.

Y esa es la respuesta larga.

—Pero esta historia tiene ribetes bastante fantásticos, ¿ah? ¿Estás seguro de que es cierta?

—Te ofrecí elegir entre la respuesta corta y la larga. Del realismo no acordamos nada.

La corta

—Bueno, ¿y la otra respuesta?

—¿Cuál?

—Dijiste que había una respuesta larga y una corta. Cuál es la respuesta corta a la pregunta “¿Y de dónde viene tu apellido?”

—¡Ah, pero muy simple! De las patas...



Trivia:

  • No hay un solo chiste acerca del apellido que algún Seisdedos no sepa y para el cual no se conozca una respuesta. (Entiende, w'on, no hay.)
  • De hecho, es muy probable que los mejores chistes los haya inventado un Seisdedos. Tenemos en general la característica de reírnos bastante, sobre todo de nosotros mismos.
  • El acrónimo onomatopéyico 6d2 es usado en la familia desde tiempos inmemoriales, y probablemente cada uno lo descubrió por sí solo a poco de aprender a escribir.
  • Es posible que George Lucas copiara mi propio r6d2 cuando creó a R2D2 y a C3PO. Y no pagó royalty.
  • Mis apodos favoritos han sido: Selenita, en el colegio; y Six en la universidad.
  • Los SEIS DEDOS del apellido se escriben SEISDEDOS, todos juntos, porque si no se caen.
  • No, yo no tengo seis dedos, pero tengo una sexta micro uña en uno de mis pies. Y mis hijos también.
  • Sí, he ganado apuestas porque no me creen mi apellido. Cédula en mano he almorzado gratis más de una vez, y alguna vez también me he robado un beso.
  • El userid que he tenido siempre en cualquier sistema computacional es r6d2, salvo en Google y en Yahoo, que no permiten un nick de menos de 6 caracteres.

miércoles, 3 de junio de 2009

Doppelgänger - ¿Tenemos todos un doble?


¿Existirá en algún lugar dentro de la masa humana que puebla el planeta alguien que es similar, o mejor aún, idéntico a nosotros? ¿El gemelo malo? ¿El alter ego?

¿Y tendría el doble, de existir, los mismos talentos, habilidades, defectos o composición genética?

¿Y cuál sería “el original” y cuál “el doble”? ¿El que nació primero es el original? Y si es así, ¿pueden cambiarse de roles por un plato de lentejas?

¿Y tendría que vivir el doble contemporáneo a uno, o podría ser alguien que polvo era y ya en polvo se convirtió? ¿O alguien que está por nacer?

¿El doble y el original comparten el alma? ¿O tienen almas gemelas? ¿Y será el doble la razón por la cual algunas personas parecen tener el don de la ubicuidad?

¿Tenía razón Cortázar al sostener que Poe y Baudelaire eran la misma persona? ¿O Cortázar sólo estaba distrayendo la atención para que nadie notara que él mismo era el doble de alguien?

Mi mente barrunta estas preguntas, y no sé las respuestas aún. Pero quizás la naturaleza ya ha sabido darme pistas al permitirme notar que algunos de mis amigos podrían ser el doble de alguien (o ese alguien ser el doble de mi amigo).

sábado, 30 de mayo de 2009

Toda la Familia. ¿Toda? ¡Toda!


“Con las herramientas digitales de procesamiento de imágenes de hoy todo es posible”, le había dicho a César. “¿Todo?”, preguntó. “Sí, todo”, afirmé. Maldita la hora. Pero en toda familia hay siempre uno que da las órdenes a nivel de clan, y ese era César. “Bueno, no se hable más”, me dijo. “Aquí tienes los álbumes, las cintas de video, las diapositivas… Todo. Tienes tres semanas.”

En toda familia siempre hay uno que se las da de choro, y ese, para mala cueva, era yo. Y en toda familia hay grandes cagadas de las que nadie habla, y ésos éramos todos.

La abuela cumplía 90 años, y de regalo le prepararíamos una gran fotografía familiar en que estuviera toda (y quiero decir toda) la familia: 5 hijos, 18 nietos, 7 bisnietos y un tataranieto. Todos con sus respectivas parejas. Y por supuesto mi abuelo.

Pero el primer problema que encontré es que en toda familia hay muertos, y en esa categoría caía mi abuelo. No estaba en ninguna parte.

Comencé por elegir 4 retratos familiares en los que cada uno de los comensales aparecía al menos una vez. Dos de ellos eran de navidades y los otros de cumpleaños anteriores de la abuela. Tenían que ser de más o menos la misma época, para que la mezcla quedara realista. Decidí recortar a todos los personajes y volver a componerlos. Atrás, mi abuela y sus hijos, nueras y yernos. Al medio, los nietos y sus parejas; y adelante, los bisnietos y demases. Como fondo, elegí una vista frontal de la casona de Tejas Verdes, cuya ancha escalera de acceso era el lugar ideal para utilizar como referencia al componer las imágenes en distintos niveles.

Me encontré, por cierto, con otros problemas. Uno de ellos, la exquisita abundancia de pololos de mi prima Lorena. En toda familia hay una preciosura, y en este caso esa es ella. No pude encontrar ni dos fotos de eventos diferentes en que saliera con el mismo gandul. Lo peor es que quien finalmente se convirtió en su marido, el Maicena, ni siquiera es el padre de la guagua de la que aparece notablemente embarazada en la más reciente de las fotografías.

Adelgacé con cuidado a Lorena y reconstituí la cintura que volvía locos a todos los candidatos. (Incluso a mí, debo confesar.) Se veía preciosa. Del Maicena tampoco tenía registros. Todo lo que encontré fue una foto suya de medio lado, arrodillado en la iglesia el día que se casó con Lorena. En el gran retrato compuesto, mirando hacia el techo se veía como un imbécil.

De la Marcelita, por otra parte, tenía fotos de ella antes de las operaciones y de después. En toda familia hay una que no sabe qué hacer con la plata que el marido produce, y en la nuestra esa es la Marcelita. Por la posición y por quienes la rodeaban, la que más me servía era justamente una foto antigua. Cuidadosamente le agrandé las pechugas y le arreglé la nariz. Quedó mucho mejor que como la dejó el cirujano.

En toda familia hay “expatriados” y algunas de las fotos contenían personajes que ya no estaban vigentes. Los espacios de los ex maridos de dos de mis tías me sirvieron para ubicar en su lugar a tres esposas de primos.

En toda familia también hay un viejo verde. Mi tío Claudio aparecía en todas las fotos tocándole el poto a alguna de mis primas. Lo dejé tal cual, pero hice aparecer su mano, por primera vez, agarrándose el paquete. Me pareció más natural.

Y en toda familia hay un care’raja. El tío Alfredo, siempre pidiendo plata prestada sin devolverla ni por casualidad. En la fotografía le di vuelta los bolsillos hacia afuera y le puse una mano adelante y la otra atrás.

Me divertía, debo decirlo, con esta misión que me habían encomendado. No sé cuántas horas me tomó el trabajo, pero todos, absolutamente todos, estaban finalmente allí de alguna forma.

El único problema pendiente era la imagen de mi abuelo. Logré hallar un retrato suyo de hacía como veinte años, poco antes de morir. Vestía su traje de gala y lucía señero apoyando su mano derecha sobre el pasamano de la escalera. Recorté su imagen y le apliqué una transparencia de 50%. Lo puse detrás de mi abuela, directamente a la izquierda, haciendo coincidir su mano sobre el hombro de ella. Mi abuelo jamás sonreía, pero en esa fotografía, por alguna razón que no se debió a efectos digitales que yo aplicara, tenía una expresión de cierta felicidad.

Quedé satisfecho. César y los demás también. Excepto Alfredo, pero César le dijo que como no había pagado la cuota no tenía nada que alegar.

El día que le entregamos a la abuela el retrato, todos lloraron a moco tendido. El efecto de transparencia de la imagen de mi abuelo fue el toque que nadie se esperaba. El Maicena, sin embargo, se acercó a preguntarme por qué lo había puesto en esa pose de huevón. “Maicena”, le dije, “en toda familia hay un huevón, y en esta eres tú”.

Me dio un solo combo y me dejó tirado en el piso. Pero cuando me puse de pie y volví a mirar el retrato, me vi en él cargando al hijo de Lorena, y pensé que tal vez algún día, cuando todos ya se hayan olvidado de aquella gran cagada, algún nieto cariñoso haga un retrato de familia, y dibuje mi imagen semi transparente con mi mano apoyada sobre el hombro de Lorena.


Nota al pie: Este cuento fue escrito en enero de 2004 y es inédito. Y aclaro desde ya para los no iniciados que, tal como dice el Maestro Marco Antonio de la Parra, cualquier historia, anécdota, experiencia, ya sea personal o ajena, una vez puesta en papel, es ficción. Lo aclaro para que no vaya a pensar algún despistado que cometí incesto con una prima :-)

sábado, 23 de mayo de 2009

Ese momento Kodak


Ojalá estuvieras aquí. Digo, acompañándome a recibir este premio. De alguna manera esta fotografía la hiciste más tú que yo. Qué mala organización, por dios. Nos han hecho pasar a este pequeño salón donde están todos los trabajos expuestos, colgados uno al lado del otro como en un pobre installment improvisado por personas que no saben nada de fotografía para público que tampoco sabe nada de fotografía. En la puerta veo al gerente de marketing de Kodak, tratando de alzarse en puntillas para ver si por fin llega la presidenta del jurado y esto puede comenzar de una vez. Es un hombre de estatura baja, no sólo física, tú me entiendes. Su comentario al conocerme fue, simplemente: “me encantó tu foto”. ¿Qué otra cosa podía decir? Aunque hubiera podido esperar que un gerente de la Kodak supiera algo más de fotografía.

Nos han servido unos canapés para aliviar la espera. Yo no he comido nada pues cada vez que se acerca el mozo tengo un cigarrillo encendido en la mano. Muchos hacen lo mismo. El humo me rodea por completo y escasamente puedo ver más allá de mis narices, casi como la neblina temprana de aquella mañana en Maitencillo. Hoy harás la mejor fotografía de tu vida, me dijiste. Yo me reí. Sólo quería captar un acercamiento de una gaviota en vuelo pasando sobre mi cabeza, y dudaba de que aquella llegase a ser una fotografía muy especial.

Pero tú sabías convertir hasta lo más trivial en algo de infinitas aristas. Ojalá estuvieras aquí. Disiparías este humo como lo hiciste con la niebla de aquella mañana. Saliste de la cabaña, miraste al cielo, alzaste los brazos y gritaste “agua que no eres agua, baja hasta el mar que te vio nacer o vete a los cielos que te han de beber”. Y en cuestión de minutos, o quizás de horas, pues una tiende a idealizar algunas cosas, el sol comenzó a brillar, las gaviotas y los pelícanos a volar y pronto ya hubo demasiado calor en la cabaña para que estuviéramos a gusto los dos. O tal vez era por cómo hacíamos el amor.

Ojalá estuvieras aquí, por el premio me refiero. No vayas a pensar que es porque te extraño. Debes encontrar primero el ángulo, dijiste. Buscamos entre los roqueríos salpicantes un lugar favorable para que se acercaran las aves sin asustarse por nuestra presencia. Debía ser una foto desde abajo hacia arriba, dijiste. Por entre las junturas de los peñones subían verdaderos géiseres de agua marina… y te mojaste, y nos reímos.

Te escondiste para vigilar y avisarme el paso de las aves. Dijiste que yo saliera de repente, a tu señal, y tomara una sola foto. Debe ser una sola, insistías. El momento se captura y punto. Un fotógrafo con talento no usa el motor ni hace varias tomas para elegir la mejor.

Era difícil enfocar con el cielo vacío. Tomé como punto de referencia una roca que estaba cerca de mí, estimando la distancia a la que saldría la gaviota. Esperamos tanto… Y mientras lo hacía te recordaba besándome, recorriéndome entera con tu boca maravillosa, mientras tus manos me asían y me hacían sentir que mi presencia te era necesaria y vital. “Eres imprescindible, como la poesía”, me dijiste, y luego agregaste “pero no sabría decir para qué”. Pasaron años antes de que descubriera que esa era una frase de Jean Cocteau. Pasaron siglos antes de que me diera cuenta de que todo fue un sueño, una fotografía, un momento Kodak, que no se repetiría nunca.

De pronto, mientras soñaba despierta contigo, escuché tu ¡ahora! lejano y suave proveniente de tu escondite. Apunté hacia el cielo, hacia detrás de ese peñón por el cual aparecería mi gaviota. Vi algo que se movía, y disparé. Una sola vez, por supuesto. Supongo que quería considerarme a mí misma una fotógrafa con talento.

Bajé el lente y sólo entonces te vi, volando como suspendido en el cielo en un instante eterno, con los brazos abiertos y las piernas flectadas. Te habías convertido tú en el ave que tardó demasiado en pasar. Te habías convertido en una gaviota, sólo para mí.

Corrí al borde del roquerío a buscarte. Las olas espumosas seguían golpeando y fue el turno de que los géiseres me mojaran. Sólo vi que me sonreías. Tu cabeza sangraba y la espuma se teñía rojiza como el horizonte durante el ocaso del día anterior. No sé cuánto tiempo pasó hasta que te hundiste definitivamente. Sólo recuerdo que gritaba implorando que alguien me ayudara a sacarte de allí. Pero las gaviotas y las olas pasaron todas al mismo tiempo, y de pronto mis ojos se mojaron, y dejé de estar allí.

Por fin ha llegado esa ridícula presidenta del jurado. ¿Me irá también a decir, simplemente, “que linda tu foto”?


Nota al pie: Este cuento fue escrito en mayo de 2004 y obtuvo el 2º premio en el concurso de cuentos de LAN de 2005. Como se puede apreciar, está narrado en primera persona femenina. Es primera vez que escribía así, y el cuento tiene su origen en una historia bien entretenida, pero da para otra nota yo cacho. El premio fue un fin de semana en Buenos Aires para dos personas.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Igor Saavedra - Injeniero con J de Justo, de Jugado y de Jenio


En 1981 cursaba 4º Medio y tenía bastante claras dos cosas: no sería abogado, y no sería médico. Y aun más claro tenía que sería ingeniero.

La pregunta era si en la UCh o en la PUC. En mi familia, por tradición, todos eran chunchos. Mis compañeros del 4º matemático del colegio, en cambio, en su mayoría, se inclinaban por la PUC. “Allí hay pura gente como uno”, me decían.

La verdad yo no sabía muy bien qué significaba “gente como uno”. Toda la gente que conocía hasta entonces tenía, en general, dos brazos, dos piernas, una cabeza y un torso. Y yo también. Así que esto de “no ser como uno” me sonaba a algún tipo de malformación congénita generalizada fuera del protegido círculo en que me había desenvuelto durante mi tierna infancia.

Las medallas de cada una de las casas de estudio eran claras. La decisión era difícil.

Así que para salir del intríngulis ideé el siguiente plan: asistiría como oyente a una clase de primer año de ingeniería en la UCh, y a otra en la PUC. Beauchef y San Joaquín, side by side.

Fui primero entonces a una clase del recientemente galardonado con el Premio Nacional de Ciencias, Dr. Igor Saavedra, de su curso de primer año llamado “Introducción a la Física”.

Al terminar la clase comprendí que no era ya necesario hacer la visita a San Joaquín.

De este hombre, de quien por fortuna al año siguiente fui alumno, y posteriormente su ayudante, aprendí muchas cosas que en principio parecían triviales, pero resultaron a la postre ser lecciones de vida.

En una ocasión de tantas en que lo visité en su oficina, cuya puerta estaba siempre abierta a los estudiantes, lo sorprendí concentrado frente a su pizarra negra rayada profusamente con tiza blanca. Miraba absorto una ecuación. No me atreví a interrumpirlo. Me quedé algunos minutos esperando que terminara de hacer lo que fuera que estuviera haciendo.

Pronto percibió que alguien estaba allí, se dio vuelta y me saludó cortésmente. Le pregunté qué ecuación era esa. Me respondió:

–Es la ecuación de la felicidad –y sonrió.

Lamentablemente no la copié. Tampoco se usaba en aquellos años andar con celulares que toman fotos. Sólo recuerdo que era una ecuación diferencial de segundo orden. (En cristiano, la ecuación de un resorte con amortiguador, tal como en la rueda de un auto.)

Me preguntó en qué podía ayudarme. Le conté que hacía tiempo tenía ganas de escribir un libro que invitara a los jóvenes a estudiar física. Un libro sin las matemáticas de nivel universitario, sino simplemente invitarlos a pensar, a razonar, a deducir, y a descubrir el mundo que nos rodea tal como lo hicieran los antiguos griegos, que no utilizaban ni el cero.

Me ofreció prestarme uno de sus libros. “Física Recreativa”, escrito en 1936 por un científico ruso. Podía servirme para obtener ideas.

Demás está decir que jamás escribí ese texto. Se iba a llamar “Tentación a la Física”. (También está demás confesar que jamás le devolví su libro.)

Sin embargo, en 2001 don Igor me honró asistiendo al lanzamiento del que sí fue mi primer libro. Por supuesto nada relacionado con la física, sino con el banal humor costumbrista de las aventuras de un cliens chilensis.

Recuerdo que dije en esa ocasión algo así como: “Debo agradecer la presencia esta noche de mi querido profesor el Dr. Saavedra, quien esperaba de mí que fuese el próximo Heisenberg, y yo le terminé saliendo con este libro.”

Esa noche mi Sra. Madre conoció por fin a don Igor. Ella le dijo “pasé 6 años de mi vida escuchando hablar de Ud.”. Mi Sra. Esposa, que paraba la oreja por ahí cerca, no tardó en sumarse: “Y yo llevo 12.”

Don Igor simplemente sonrió.

Al terminar aquella velada, recordé camino a casa aquél libro hurtado sin remordimientos. Mi señora me dijo: “¡Pero tienes que devolvérselo!”

Esta noche, unos pocos de los que fuimos sus colaboradores, lo visitamos. Nos invitó a tomar once y terminamos compartiendo con él un escocés, codo a codo. Casi como las cervezas que algunos revoltosos salíamos a tomarnos en la esquina después de las pruebas de mecánica.

Le recordé a don Igor aquel libro robado, y que una vez más no se lo había traído. Rio largamente, me extendió su mano y apretó la mía diciendo: “El libro es ahora oficialmente suyo.”

En el país profundamente escindido de los '80, don Igor era catalogado como “rojo” por la dictadura y como “amarillo” por la resistencia. Era difícil en aquellos años encontrar a gente que comprendiera que había más en el mundo que las izquierdas y derechas. Solía decir, parafraseando a Einstein:

–La izquierda y la derecha son conceptos relativos. Basta con que se gire en 180° para que lo que es izquierda se convierta en derecha, y viceversa. Encasillar de por sí es absurdo, pero si hay que hacerlo, la única forma razonable sería dividir al país entre los que quieren que Chile vaya para arriba, y los que quieren que vaya para abajo. Y nuestro arriba, el arriba de Chile, no es el mismo arriba que el de los países desarrollados, que están en el otro hemisferio. Eso es evidente a partir de la manzana de Newton. Han convertido a Chile en un país “en vías de subdesarrollo”, y se los hemos permitido.

Y a pesar de sus jinetas, a don Igor tampoco le fue ajeno un cierto desdén de algunos de sus pares dentro de la intelligentsia. Muy Premio Nacional de Ciencias sería pero llegaba a clases “a capella”, sin ningún tipo de apuntes ¡Horror! Y además cometía el imperdonable pecado de pretender enseñar a sus alumnos a pensar, en vez de simplemente a aprender.

No es de conocimiento público, pero el mundo de la farándula es una alpargata al lado de los egos y divas del mundo intelectual.

Don Igor no tuvo hijos. Fue hijo único y tampoco tuvo sobrinos. Pero sembró en muchos de nosotros su semilla, la opción de un Chile regido por la meritocracia asistémica; es decir, el conocimiento, la ciencia y la técnica al servicio del hombre, de la sociedad y de “nuestro arriba”, más allá de los colores y sabores políticos o religiosos, y por supuesto más allá de los signos de los tiempos.

Los cuatro que llegamos esta noche salimos de allí sobrecogidos. Don Igor, nuestro maestro, nos recordaba a todos y cada uno. Y él era el mismo de siempre. Deslumbrando, encantando, haciéndonos pensar… y sin apuntes.

Y uno puede no recordar las ecuaciones. Pero eso de pensar… No se olvida.

Muchas gracias, Maestro.

domingo, 12 de abril de 2009

Cherchez la femme


Elle a ri avec moi
J’ai ri pour elle.

Elle pleure pour moi aujourd'hui
Demain, elle ne pleure pas plus...

Mais elle ne serait pas ici
Et je l’aime toujours.

martes, 17 de marzo de 2009

In Memoriam


Yo debí haber nacido en otro tiempo, me decía siempre durante esas largas y melancólicas conversaciones en el living de su casa o de la mía. Dos o tres cervezas que nos acompañaban parecían convertirse, al tomar él el vaso, en el mejor de los coñacs que algún noble inglés paladeara frente a la chimenea antes de ir a la cama, con una bata de telas de oriente y de confección francesa. Porque solía darle a las cosas un aire de nobleza, aunque no hubiera tras ellas más que un par de monedas de nuestros días de jóvenes sin plata y sin otros bienes que la ropa puesta.

Casi siempre el tema era una mujer. En mi caso, variaba quién, pero en el suyo era la misma cada vez. Para él esto del amor era una cosa que se sentía una única vez y por una sola mujer. No se puede amar mucho si se ha amado a muchas, decía. Y aunque éramos diferentes en eso yo pienso que era precisamente lo que teníamos en común. Ambos amábamos a una mujer ideal que no habíamos podido hallar.

La diferencia era que yo me contentaba con buscar en cada una esa parte de mi ideal que hubiera en ella y por el tiempo que durara; en cambio él había decidido esperar a que apareciera la única, sin claudicar jamás. Y en cada cerveza que él tornaba en coñac nos paseábamos por el dial buscando melodías antiguas que, él decía, lo llevaran a unos años atrás, Do'nt-be-cruel-tum-tum-tum. Era un romántico.

En realidad no se merecía conocerla. Lo embrujó. Seguro que sí. Lo embrujó con ese aire de musa que rodeaba su cuerpo felino de mujer malditamente bella. La vimos por primera vez en las tablas representando su papel de valkiria inalcanzable. No sé cómo ocurrió todo tan rápido. Era el amor de su vida. Fue el amor de su vida. Y se llevó su vida con ella.

Sé que ya no puedo cambiar nada ni tampoco lo pretendo, pero me gusta pensar que, quizás, si hubiésemos ido a otro lugar en vez de al teatro aquella vez, hoy aún estaríamos juntos, conversando de la vida y del amor a una mujer, y paladeando una pobre y mísera botella que ya no sabe a coñac, como con él, sino que simplemente a cerveza.


Nota: Este cuento es inédito, y fue escrito en agosto de 1989. Lo publiqué aquí 20 años después, porque 20 años no es nada, y hay cosas que nunca cambian.

martes, 20 de enero de 2009

Resting in pieces


You rest in peace,
I rest in pieces.
While you forget,
I can’t forgive myself.

If you had been an oyster,
I wouldn’t touch your flesh
before loving your pearl.
And if a duet would play our song
a horn would have gone on.

And drums all over the sky
would sound above our hearts.
And even sleeping miles apart
our dreams would become one.

There’s nothing left to lose
but a smile upon your face,
because now you rest in piece
And in pieces I just rest.

martes, 6 de enero de 2009

¿En definitiva, robaba él dinero? (O por la boca muere el pez)


Resulta interesante a veces detenerse en la intríngulis del lenguaje, más allá de las ideas que deseamos comunicar. La oratoria típicamente conlleva interpretaciones divergentes que no siempre es fácil plasmar en un escrito. Para muestra un sabroso botón (cuya autoría primigenia desconozco pero el cual hurto sin asco alguno):

Yo nunca dije que él robaba dinero.

Es una oración en que podemos comunicar diferentes significados dependiendo de lo que enfatizamos al leerla en voz alta. Por ejemplo, es distinto decir:

Yo nunca dije que él robaba dinero. (pero quizás qué otras cosas robaba el muy zarrapastroso)
Yo nunca dije que él robaba dinero. (se lo ganaba, se lo encontraba, o era simplemente un mantenido)
Yo nunca dije que él robaba dinero. (pero de los demás no he dicho nada)
Yo nunca dije que él robaba dinero. (pero el cómo lo tengo clarísimo y te lo explico al tiro si quieres)
Yo nunca dije que él robaba dinero. (lo pensara en mi fuero interno o no)
Yo nunca dije que él robaba dinero. (pero si hablara, ¡ah miércales!...)
Yo nunca dije que él robaba dinero. (pero anda tanto pelador y chaquetero por ahí...)
¿Yo? nunca dije que él robaba dinero. (pero sé quién sí lo dijo)

¿Pero en definitiva, robaba él dinero? La respuesta es categórica e irrefutable: "depende".

Además... ¿Y quién es él? ¿Cómo es él? ¿A qué dedica el tiempo libre?

No sé si enamoró de ti, pero la última vez que lo vi, salía de tu casa corriendo con el fajo de billetes que guardabas bajo el colchón. En tiempos de crisis no hay inversión segura.