El cangrejo llama a tu puerta cuando menos lo esperas. Sobre todo siendo tan joven (no habías cumplido ni 55 años). Llega envuelto para regalo justo en Navidad, en la forma de una biopsia. Su llegada te golpea. Al principio no lo puedes creer. Ha de ser sólo un sueño. Crees que eres el único que ha pasado por esto. Frases que te dices a ti mismo porque no sabes cómo manejar lo que está sucediendo.
Luego te da rabia, impotencia, pero sobre todo, miedo. Mucho miedo. Piensas “¿y por qué a mí?”. Sientes que es injusto, que no te mereces que te pase algo así. Que nadie lo merece, en realidad. Pero luego dudas. ¿Y si en realidad hice algo para merecer esto? Piensas que tal vez, en una de ésas… Recuerdas tus grandes errores y caídas, y sin duda al menos una de ellas te parece lo suficientemente importante. ¿Justicia divina? Te viene la culpa. Te viene la ira contra ti mismo y contra el mundo.
Pero de pronto piensas que debe tratarse de un error. El laboratorio se equivocó, por cierto. Hay que solicitar otra biopsia. Y hasta una contramuestra. Esto no puede ser. Y otro médico. Los médicos también se equivocan.
Pero no. No se trata de ningún error. Un escalofrío te trepa la espalda cada vez que te llega una nueva evidencia. Lloras como un niño en los brazos de tu mujer. Y piensas en tus hijos, que no merecen tampoco perder a su padre entrando apenas en los veinte. Se supone que la vida te prepara para algo así, ¡pero te da más tiempo!
Y piensas en tu madre. Ninguna madre debiera ver a un hijo partir, ni joven ni adulto. Piensas en tu hermano, y en que todavía no han enviado una canción al festival, como planearon alguna vez. Y que te quedan tantas cosas por hacer... Vivimos creyendo que tenemos tiempo. Pero cada día que pasa es uno que no recuperarás, y aunque ya has alcanzado muchas metas, la lista de lo que aún no has hecho se hace cada vez más larga.
Y el cangrejo se ríe. O tú sientes que se ríe. En realidad a él le da lo mismo lo que pienses o sientas. Él está haciendo lo suyo, simplemente. Tú no eres nadie para él. Acaso uno más en la estadística.
Pasan los días, y las semanas, y te sientes cada vez más golpeado, como un boxeador de peso pluma que se metió por error en un combate con el campeón mundial de peso pesado. El campeón te tiene en un rincón de la vida, y todo lo que ocurre a tu alrededor es como un nuevo golpe cruzado, un gancho o un golpe bajo el cinturón. Te han dado una paliza.
Tocas fondo. Las cosas que te solían entretener ya no lo hacen. Casi como que ya nada tiene sentido. Te sientes solo, pero no quieres ver a nadie fuera de tu núcleo más cercano.
Hasta que un día comienzas a darte cuenta de algo que por cierto sabías pero habías olvidado: que la vida es maravillosa, que cada nueva experiencia cuenta, y no quieres pasar un solo día más sin disfrutarla a concho… Y aprendes a vivir con el cangrejo. Se convierte en tu compañero de aventuras.
Deberás cambiar algunos hábitos, claro, y hacerte religiosamente tus controles. Aprendes que la medicina “tradicional” no es el único camino. Te sorprende, gratamente debo decir, que hay terapias complementarias que te ayudan a salir adelante y hacer más llevadero el proceso. Tomas conciencia del poder de la mente humana, de que la actitud es igual o más de importante que la aptitud.
Y comienzas a dar la pelea, echando toda la carne a la parrilla, explorando experiencias de personas cercanas que han pasado por situaciones similares o aún peores. Abres tu mente y comienzas a escuchar. Te das cuenta de que el cangrejo es prácticamente ubicuo. Te enteras de mucha gente en tus círculos de amigos y conocidos que vive con un cangrejo a cuestas. Y sientes que algo más te une con ellos. Y ahora ellos te miran diferente también.
No sólo tienes a tu familia nuclear contigo, también a tu familia extendida. Y los amigos que te has labrado a lo largo de la vida se hacen presentes. Muchos te acompañan en la cadenas de oración y algunos te visitan en la clínica.
No estás solo, después de todo.
Y de a poco las cosas comienzan a ir mejor.
Pasa un año, y dos, y tres, más de cinco años, y todo sigue bien. El cangrejo parece haberse quedado dormido. Sabes que sigue estando allí, pues aparece en las fotografías que te toman regularmente para controlarte, pero ahora él es el que está reducido a un rincón, ahí callado, recibiendo los golpes sin chistar.
Cada cierto tiempo algunas de esas personas que descubriste que tenían su propio cangrejo parten a su encuentro con el creador. Y lo lamentas profundamente, pues imaginas cómo se han de sentir sus esposas, sus hijos, sus hermanos y sus padres; pero a la vez te alegras, no sin cierta culpa, de que esta vez no haya sido tu turno.
Y agradeces haber tenido una nueva oportunidad de apreciar la vida. A veces sientes incluso que todo lo que estás viviendo desde que el cangrejo llegó es como un “bonus track” que estás aprendiendo a merecer y disfrutar.
Hasta que un día, en esa selfie que te tomas para controlarte, tu propio cangrejo no sale reducido a la mínima expresión. Sino que aparece grande, rejuvenecido, como recién despertando de una reponedora siesta. Casi le oyes cantar “No estaba muerto, andaba de parranda…”.
Y vuelves a sentir el golpe y el escalofrío, la rabia y el miedo, la injusticia y la soledad. Todo se repite. Pero esta vez más veloz e intensamente que la ocasión anterior. Es como una pasada en cámara rápida de las mismas emociones y sensaciones de la primera vez, cuando el cangrejo anunció su visita. Porque vino para quedarse, y siempre lo supiste aunque querías creer que lo tenías dominado.
Y acusas el golpe y te pones de pie, una vez más, porque sabes que no estás solo, y que habrá nuevos tratamientos, nuevas terapias complementarias y nuevas cadenas de oración, porque tirarás de nuevo toda la carne a la parrilla, para mostrarle a tu cangrejo que ambos pueden seguir viviendo juntos y en paz por muchos años. Después de todo, él también te necesita.
Ya, cangrejo mío, aquí vamos otra vez. Péinate y ponte un buen traje, que saldremos de paseo.