Nos han servido unos canapés para aliviar la espera. Yo no he comido nada pues cada vez que se acerca el mozo tengo un cigarrillo encendido en la mano. Muchos hacen lo mismo. El humo me rodea por completo y escasamente puedo ver más allá de mis narices, casi como la neblina temprana de aquella mañana en Maitencillo. Hoy harás la mejor fotografía de tu vida, me dijiste. Yo me reí. Sólo quería captar un acercamiento de una gaviota en vuelo pasando sobre mi cabeza, y dudaba de que aquella llegase a ser una fotografía muy especial.
Pero tú sabías convertir hasta lo más trivial en algo de infinitas aristas. Ojalá estuvieras aquí. Disiparías este humo como lo hiciste con la niebla de aquella mañana. Saliste de la cabaña, miraste al cielo, alzaste los brazos y gritaste “agua que no eres agua, baja hasta el mar que te vio nacer o vete a los cielos que te han de beber”. Y en cuestión de minutos, o quizás de horas, pues una tiende a idealizar algunas cosas, el sol comenzó a brillar, las gaviotas y los pelícanos a volar y pronto ya hubo demasiado calor en la cabaña para que estuviéramos a gusto los dos. O tal vez era por cómo hacíamos el amor.
Ojalá estuvieras aquí, por el premio me refiero. No vayas a pensar que es porque te extraño. Debes encontrar primero el ángulo, dijiste. Buscamos entre los roqueríos salpicantes un lugar favorable para que se acercaran las aves sin asustarse por nuestra presencia. Debía ser una foto desde abajo hacia arriba, dijiste. Por entre las junturas de los peñones subían verdaderos géiseres de agua marina… y te mojaste, y nos reímos.
Te escondiste para vigilar y avisarme el paso de las aves. Dijiste que yo saliera de repente, a tu señal, y tomara una sola foto. Debe ser una sola, insistías. El momento se captura y punto. Un fotógrafo con talento no usa el motor ni hace varias tomas para elegir la mejor.
Era difícil enfocar con el cielo vacío. Tomé como punto de referencia una roca que estaba cerca de mí, estimando la distancia a la que saldría la gaviota. Esperamos tanto… Y mientras lo hacía te recordaba besándome, recorriéndome entera con tu boca maravillosa, mientras tus manos me asían y me hacían sentir que mi presencia te era necesaria y vital. “Eres imprescindible, como la poesía”, me dijiste, y luego agregaste “pero no sabría decir para qué”. Pasaron años antes de que descubriera que esa era una frase de Jean Cocteau. Pasaron siglos antes de que me diera cuenta de que todo fue un sueño, una fotografía, un momento Kodak, que no se repetiría nunca.

Bajé el lente y sólo entonces te vi, volando como suspendido en el cielo en un instante eterno, con los brazos abiertos y las piernas flectadas. Te habías convertido tú en el ave que tardó demasiado en pasar. Te habías convertido en una gaviota, sólo para mí.
Corrí al borde del roquerío a buscarte. Las olas espumosas seguían golpeando y fue el turno de que los géiseres me mojaran. Sólo vi que me sonreías. Tu cabeza sangraba y la espuma se teñía rojiza como el horizonte durante el ocaso del día anterior. No sé cuánto tiempo pasó hasta que te hundiste definitivamente. Sólo recuerdo que gritaba implorando que alguien me ayudara a sacarte de allí. Pero las gaviotas y las olas pasaron todas al mismo tiempo, y de pronto mis ojos se mojaron, y dejé de estar allí.
Por fin ha llegado esa ridícula presidenta del jurado. ¿Me irá también a decir, simplemente, “que linda tu foto”?
Nota al pie: Este cuento fue escrito en mayo de 2004 y obtuvo el 2º premio en el concurso de cuentos de LAN de 2005. Como se puede apreciar, está narrado en primera persona femenina. Es primera vez que escribía así, y el cuento tiene su origen en una historia bien entretenida, pero da para otra nota yo cacho. El premio fue un fin de semana en Buenos Aires para dos personas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario