miércoles, 6 de mayo de 2009

Igor Saavedra - Injeniero con J de Justo, de Jugado y de Jenio


En 1981 cursaba 4º Medio y tenía bastante claras dos cosas: no sería abogado, y no sería médico. Y aun más claro tenía que sería ingeniero.

La pregunta era si en la UCh o en la PUC. En mi familia, por tradición, todos eran chunchos. Mis compañeros del 4º matemático del colegio, en cambio, en su mayoría, se inclinaban por la PUC. “Allí hay pura gente como uno”, me decían.

La verdad yo no sabía muy bien qué significaba “gente como uno”. Toda la gente que conocía hasta entonces tenía, en general, dos brazos, dos piernas, una cabeza y un torso. Y yo también. Así que esto de “no ser como uno” me sonaba a algún tipo de malformación congénita generalizada fuera del protegido círculo en que me había desenvuelto durante mi tierna infancia.

Las medallas de cada una de las casas de estudio eran claras. La decisión era difícil.

Así que para salir del intríngulis ideé el siguiente plan: asistiría como oyente a una clase de primer año de ingeniería en la UCh, y a otra en la PUC. Beauchef y San Joaquín, side by side.

Fui primero entonces a una clase del recientemente galardonado con el Premio Nacional de Ciencias, Dr. Igor Saavedra, de su curso de primer año llamado “Introducción a la Física”.

Al terminar la clase comprendí que no era ya necesario hacer la visita a San Joaquín.

De este hombre, de quien por fortuna al año siguiente fui alumno, y posteriormente su ayudante, aprendí muchas cosas que en principio parecían triviales, pero resultaron a la postre ser lecciones de vida.

En una ocasión de tantas en que lo visité en su oficina, cuya puerta estaba siempre abierta a los estudiantes, lo sorprendí concentrado frente a su pizarra negra rayada profusamente con tiza blanca. Miraba absorto una ecuación. No me atreví a interrumpirlo. Me quedé algunos minutos esperando que terminara de hacer lo que fuera que estuviera haciendo.

Pronto percibió que alguien estaba allí, se dio vuelta y me saludó cortésmente. Le pregunté qué ecuación era esa. Me respondió:

–Es la ecuación de la felicidad –y sonrió.

Lamentablemente no la copié. Tampoco se usaba en aquellos años andar con celulares que toman fotos. Sólo recuerdo que era una ecuación diferencial de segundo orden. (En cristiano, la ecuación de un resorte con amortiguador, tal como en la rueda de un auto.)

Me preguntó en qué podía ayudarme. Le conté que hacía tiempo tenía ganas de escribir un libro que invitara a los jóvenes a estudiar física. Un libro sin las matemáticas de nivel universitario, sino simplemente invitarlos a pensar, a razonar, a deducir, y a descubrir el mundo que nos rodea tal como lo hicieran los antiguos griegos, que no utilizaban ni el cero.

Me ofreció prestarme uno de sus libros. “Física Recreativa”, escrito en 1936 por un científico ruso. Podía servirme para obtener ideas.

Demás está decir que jamás escribí ese texto. Se iba a llamar “Tentación a la Física”. (También está demás confesar que jamás le devolví su libro.)

Sin embargo, en 2001 don Igor me honró asistiendo al lanzamiento del que sí fue mi primer libro. Por supuesto nada relacionado con la física, sino con el banal humor costumbrista de las aventuras de un cliens chilensis.

Recuerdo que dije en esa ocasión algo así como: “Debo agradecer la presencia esta noche de mi querido profesor el Dr. Saavedra, quien esperaba de mí que fuese el próximo Heisenberg, y yo le terminé saliendo con este libro.”

Esa noche mi Sra. Madre conoció por fin a don Igor. Ella le dijo “pasé 6 años de mi vida escuchando hablar de Ud.”. Mi Sra. Esposa, que paraba la oreja por ahí cerca, no tardó en sumarse: “Y yo llevo 12.”

Don Igor simplemente sonrió.

Al terminar aquella velada, recordé camino a casa aquél libro hurtado sin remordimientos. Mi señora me dijo: “¡Pero tienes que devolvérselo!”

Esta noche, unos pocos de los que fuimos sus colaboradores, lo visitamos. Nos invitó a tomar once y terminamos compartiendo con él un escocés, codo a codo. Casi como las cervezas que algunos revoltosos salíamos a tomarnos en la esquina después de las pruebas de mecánica.

Le recordé a don Igor aquel libro robado, y que una vez más no se lo había traído. Rio largamente, me extendió su mano y apretó la mía diciendo: “El libro es ahora oficialmente suyo.”

En el país profundamente escindido de los '80, don Igor era catalogado como “rojo” por la dictadura y como “amarillo” por la resistencia. Era difícil en aquellos años encontrar a gente que comprendiera que había más en el mundo que las izquierdas y derechas. Solía decir, parafraseando a Einstein:

–La izquierda y la derecha son conceptos relativos. Basta con que se gire en 180° para que lo que es izquierda se convierta en derecha, y viceversa. Encasillar de por sí es absurdo, pero si hay que hacerlo, la única forma razonable sería dividir al país entre los que quieren que Chile vaya para arriba, y los que quieren que vaya para abajo. Y nuestro arriba, el arriba de Chile, no es el mismo arriba que el de los países desarrollados, que están en el otro hemisferio. Eso es evidente a partir de la manzana de Newton. Han convertido a Chile en un país “en vías de subdesarrollo”, y se los hemos permitido.

Y a pesar de sus jinetas, a don Igor tampoco le fue ajeno un cierto desdén de algunos de sus pares dentro de la intelligentsia. Muy Premio Nacional de Ciencias sería pero llegaba a clases “a capella”, sin ningún tipo de apuntes ¡Horror! Y además cometía el imperdonable pecado de pretender enseñar a sus alumnos a pensar, en vez de simplemente a aprender.

No es de conocimiento público, pero el mundo de la farándula es una alpargata al lado de los egos y divas del mundo intelectual.

Don Igor no tuvo hijos. Fue hijo único y tampoco tuvo sobrinos. Pero sembró en muchos de nosotros su semilla, la opción de un Chile regido por la meritocracia asistémica; es decir, el conocimiento, la ciencia y la técnica al servicio del hombre, de la sociedad y de “nuestro arriba”, más allá de los colores y sabores políticos o religiosos, y por supuesto más allá de los signos de los tiempos.

Los cuatro que llegamos esta noche salimos de allí sobrecogidos. Don Igor, nuestro maestro, nos recordaba a todos y cada uno. Y él era el mismo de siempre. Deslumbrando, encantando, haciéndonos pensar… y sin apuntes.

Y uno puede no recordar las ecuaciones. Pero eso de pensar… No se olvida.

Muchas gracias, Maestro.

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