
Y pago lo que sea.
Me levanto a las seis y media para llegar temprano a la oficina y en lo posible capearme el taco de la entrada a los colegios. He pensado hasta en dejarme barba con el solo fin de ganar diez minutos más de sueño al alba por no tener que afeitarme.
Cuando el diario llega temprano, alcanzo apenas a leer los titulares y el chiste de Jimmy Scott. En invierno rara vez llega a tiempo, por lo que ilusamente espero poder darle una ojeada después, “cuando vuelva”. He pensado en llevármelo a la oficina, pero dudo que sería bien visto pasarse la primera media hora del día leyendo el diario.
Paso en promedio dos horas y media al día manejando en la capital de la copia feliz del edén. Como buena copia “a la chilena”, no quedó tan paradisíaco el paraje urbano, y debo lidiar con los choferes de micro que creen que porque ganaron la licitación tienen derecho exclusivo, o al menos preferente, sobre las vías. O bien con los despistados de siempre, que en los cruces con más taco tratan de pasar igual a sabiendas de que no caben, y quedan detenidos en el medio de la intersección. Luego se hacen los giles ante los bocinazos y los saludos a su progenitora que les envían desde los vehículos circundantes.
Ni hablar de ir a almorzar a la casa. Apenas me trago un menú en algún restaurante de comida rápida. Primer factor de riesgo. De cuando en cuando me toca un almuerzo con algún cliente regalón, con el cual hay que “mantener la relación”. De regreso en la oficina la realidad ineludible es que la pega hay que hacerla igual, y no me puedo ir hasta que esté hecha.
Me apuro para llegar puntualmente a otra reunión, esta vez inter-áreas, donde como es su costumbre un par de los comensales importantes llega tarde poniendo cara de “¡uf, que harta pega!”, y moviendo la cabeza en un gesto que supone excusar la falta de respeto por sus compañeros de trabajo. Allí queda mi intención de lograr irme alguna vez a la hora, pues no alcanzaré a terminar temprano la presentación que solicitó la gerencia. El estrés: segundo factor de riesgo.
De regreso a casa pienso en los males de la vida moderna. Me doy cuenta de que mi sedentarismo es extremo: el único ejercicio físico que hago es pasar los cambios del auto. Tercer factor de riesgo. A este paso voy directo al infarto a los 40.
Con suerte llego a la casa a las ocho y media. Los niños ya están en piyama y toda mi interacción con ellos un día de semana consiste en leerles 10 páginas de Papelucho antes de que los venza el sueño.
Para qué voy a leer el diario entonces si ya están comenzando las noticias. Ceno con calma por fin mientras me entero del devenir del mundo moderno. Escasamente este barniz de globalización me deja con una sensación de tranquilidad. Mi esposa, agotada con el trabajo que le han dado los niños, se duerme en cuestión de minutos. Creo que cuando más hablo con ella es cuando logro llamarla desde la oficina a mediodía.
Llega el sábado e ilusamente pretendo darle un vistazo a los reportajes del diario de la semana, que supongo acumulados en algún lugar. Pero mi señora ya ha hecho uso de ellos para limpiar los vidrios, recortar tareas de los niños o deshacerse de ellos porque ocupan mucho espacio. Total, nunca los lees, me dice.
Calculo, a la rápida, que esta semana apenas aproveché a mi familia por 5 horas. Claro, tengo el fin de semana por delante, ¿pero no sería mejor poder trabajar nine-to-five, como lo hacen los gringos? ¿Cómo se las arreglan los gringos para ser eficientes, desarrollados y además tener una mejor calidad de vida? ¿Sería cosa de menos cafecitos a las once, menos puchitos sociales, mayor puntualidad y formalidad en los compromisos? ¿Sería cosa de abandonar la burocracia, no de modernizar sólo el Estado sino la Nación completa? ¿De copiar, pero bien, las soluciones que funcionan?
Cuando uno es joven, tiene energía y tiene tiempo, pero no tiene plata. Cuando es adulto, aún tiene energía y tiene plata, pero no tiene tiempo. Cuando viejo, tiene tiempo y tiene plata, pero ya no tiene energía. En lo personal, y con tanto factor de riesgo en mi vida, aceptaría gustoso ganar menos a cambio de tener más tiempo. Pero creo, lamentándolo, que siempre habría alguien dispuesto a ocupar el mismo cargo “tiempo completo”.
Yo no tengo la respuesta. Sólo la apremiante pregunta. ¿Cuánto vale el tiempo, y dónde lo venden? Pago lo que sea.
Nota al pie: Esta columna fue publicada en El Mercurio en 2001, bajo el seudónimo de Ramiro Senderos. Me acordé de ella hace poco y no pude sino reconocer su vigencia. La comparto con mucho gusto, no me extrañaría que más de alguien se sienta interpretado.
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