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Cuentan que cierto vendedor de zapatillas, acostumbrado a pasar largas jornadas fuera de casa vendiendo su mercadería, era cliente asiduo de ciertos locales en que señoritas brindan servicios de esparcimiento.
Luego de dos meses seguidos deambulando por las zapaterías de un pueblo del sur, y como andaba con el Kino bastante acumulado, decidió darse un relax y apersonarse en un local que le habían particularmente recomendado.
Sin embargo, revisando sus bolsillos constató, muy a su pesar, que la venta había estado muy mala, probablemente por la situación del país, y que no tenía un solo peso para darse el gusto. Sólo contaba a su haber con un par de zapatillas de muestra que traía en su maletín de vendedor viajero. Su angustia era tan aguda que de todas formas decidió intentar hacer un trueque y solicitar a la casera los servicios de alguna de las niñas. No hubo caso. Al decir de la casera, un par de zapatillas eran demasiado poca paga y apenas costeaban el uso del local.
Apesadumbrado, el hombre se quedó afuera toda la noche, sentado en la vereda, contentándose con escuchar la música y uno que otro gemido sibilante que provenían de alguna ventana del recinto.
A eso de las seis de la mañana, una de las muchachas que ya había hecho noche salió del local. Al verlo tan contrito y a mal traer, se compadeció de él y le preguntó qué le pasaba. Él le explicó su situación, y al notarla a ella conmovida le pidió de paso sus favores a cambio de ese hermoso par de zapatillas que traía en el maletín.
—Ya, pues mijita, compadézcase de este pobre asalariado que lleva dos meses sin cambiarle el agua al pescado.
—Mira, me caíste bien, así es que te voy a hacer el favor. Pero por un par de zapatillas lo único que puedo darte es “indio muerto”.
—No hay problema, mijita. Lo que sea su voluntad, y no la defraudaré. Es más, le garantizo que conmigo tendrá una experiencia espectacular, porque para esto del sexo soy realmente tremendo.
La muchacha tomó las zapatillas y llevó al hombre a su casa, que quedaba por ahí cerca. Lo hizo pasar, se sacó la ropita y sin mayor trámite se tendió de espaldas en la cama y puso sus manos detrás de la cabeza. El vendedor se sacó sus pilchas también, feliz de haber por fin conseguido su objetivo.
Comenzó a besarla por todos lados, ansioso y excitado, pero ella realmente estaba haciendo indio muerto, por lo que no manifestaba reacción alguna. Herido en su orgullo, el hombre comenzó a practicar sus más delicadas y secretas caricias amatorias, sin obtener resultado. Finalmente, y muy decepcionado, apartó las piernas de ella para proceder a usar de lleno el último recurso que le quedaba.
Con mucho empeño le hizo los puntos, pero aún así la muchacha no reaccionaba. Se limitaba simplemente a mirar el techo y hasta se dio el lujo de prender un cigarrillo.
En eso, cuando ya estaba por rendirse, percibió que ella movía una de sus piernas levemente, luego más, y más, y luego la otra pierna, hasta que sintió por fin que sus esfuerzos se estaban viendo recompensados y lograba hacerla experimentar algo espectacular, como le había prometido, y a pesar del indio muerto.
Ya a punto de acabar la jornada, y más hinchado que pato de silabario, le dijo:
—¿No le dije, mijita, que yo era tremendo para esta cuestión del sexo?
A lo que ella respondió:
—Sale, jetón, si sólo me estoy probando las zapatillas...
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